<p>Hace década y media todo esto era campo, y no se le podían poner puertas. <strong>Internet nos sorprendió con una forma inmediata, sencilla y gratuita de consumir artefactos culturales </strong>y un océano de personas que hasta ese momento ahorraban para comprar cedés y bajaban felices al videoclub de la esquina, de la noche a la mañana participaron de la visión de una nueva era en la que todo aquello que cupiese bajo la definición de «cultura» debería ser de acceso inmediato, universal y gratuito. Ese era el principio vector, y todas las demás realidades tendrían que transformarse o fallecer en consecuencia. Un negocio minúsculo y un grupo empresarial tenían exactamente la misma responsabilidad a la hora de actualizar su modelo de negocio, aunque fuese obvio cuál de los dos tenía los recursos para ello. El <i>mainstream </i>seguía siendo el mismo, con un par de rasguños, pero<strong> la producción independiente no dejaba de precarizarse</strong>, reduciendo el acceso a las profesiones creativas a todo el que contara con un buen colchón económico familiar. Pero para los gurús de aquel entonces estas diversidades no formaba parte del debate porque la cultura era una promesa que se servía en bloque, de golpe y bajo la misma tarifa. La responsabilidad con la que uno escogía comprar una obra real en vez de una estafa mecanizada ya no tenía cabida porque las dos ya estaban incluidas de antemano en un volcado de contenido que ya era nuestro por derecho.</p>
A día de hoy, toda búsqueda en Google recibe como regalo una respuesta generada por inteligencia artificial que resume el contenido de otras webs. Eso sí, la letra pequeña avisa que el texto resultante podría ser erróneo
Hace década y media todo esto era campo, y no se le podían poner puertas. Internet nos sorprendió con una forma inmediata, sencilla y gratuita de consumir artefactos culturales y un océano de personas que hasta ese momento ahorraban para comprar cedés y bajaban felices al videoclub de la esquina, de la noche a la mañana participaron de la visión de una nueva era en la que todo aquello que cupiese bajo la definición de «cultura» debería ser de acceso inmediato, universal y gratuito. Ese era el principio vector, y todas las demás realidades tendrían que transformarse o fallecer en consecuencia. Un negocio minúsculo y un grupo empresarial tenían exactamente la misma responsabilidad a la hora de actualizar su modelo de negocio, aunque fuese obvio cuál de los dos tenía los recursos para ello. El mainstream seguía siendo el mismo, con un par de rasguños, pero la producción independiente no dejaba de precarizarse, reduciendo el acceso a las profesiones creativas a todo el que contara con un buen colchón económico familiar. Pero para los gurús de aquel entonces estas diversidades no formaba parte del debate porque la cultura era una promesa que se servía en bloque, de golpe y bajo la misma tarifa. La responsabilidad con la que uno escogía comprar una obra real en vez de una estafa mecanizada ya no tenía cabida porque las dos ya estaban incluidas de antemano en un volcado de contenido que ya era nuestro por derecho.
El término Google Zero, acuñado por Nilay Patel, editor de The Verge, alude a la creciente desaparición del tráfico que antes repartía el motor de búsqueda más usado del planeta. A día de hoy, toda búsqueda en Google recibe como regalo una respuesta generada por inteligencia artificial que resume el contenido de otras webs. Aunque la letra pequeña avisa que el texto resultante podría ser erróneo, más de la mitad de usuarios no ve la necesidad de visitar los medios originales, que acaban relegados al papel de cantera de contenidos por refinar. Todo esto desemboca en un daño al ecosistema digital que, una vez más, no distingue a los negocios diminutos de los grupos empresariales.
Pero si Google acaba estrangulando a todos los medios a su alcance, ¿de dónde extraerá la información necesaria para alimentar a su IA? No me resulta descabellado imaginar que, para cuando llegue ese momento, ya exista Google Press, una red global de agencias y redacciones entregadas a la misión de proveer alimento constante y actualizado a un único interfaz. Una ventanilla a la que cualquier ciudadano del planeta Tierra puede asomarse en cualquier momento y preguntar, con confianza «¿qué ha pasado?».
Con confianza porque en este futuro la respuesta ya no contiene errores. Es tan perfecta como el silencio de un árbol al desplomarse.
Cultura